Tsutomu Takahashi en Manga Barcelona: humor, oscuridad y rock para entender a Jumbo Max, Detonation Island y Guitar Shop Rosie
Hay autores que llegan a una rueda de prensa con el piloto automático puesto y autores que, en cuanto cogen el micro, convierten la sala en un pequeño espectáculo. Tsutomu Takahashi fue lo segundo. Habló mucho, bromeó todavía más, se fue por las ramas cuando le apeteció… y, aun así, dejó una de esas conversaciones que te hacen entender de golpe por qué su manga tiene ese pulso tan físico, tan directo, tan humano. Porque Takahashi no “posiciona” historias: las vive, las mastica y las suelta con una mezcla rarísima de intensidad y cachondeo.
Cuando se le planteó la típica pregunta de “si imaginaba que algún día su obra llegaría tan lejos”, respondió desde un lugar muy suyo: no piensa así. No trabaja con planes grandilocuentes, sino “paso a paso”, concentrado en lo que tiene delante ese día, esas páginas, ese volumen, esa entrega. Es una forma de estar en el oficio que encaja con lo que luego contaría sobre la presión editorial y la velocidad del sistema.
Entre las influencias que citó, aparecieron dos nombres muy concretos: Shinji Mizushima, referente del manga de béisbol, y Tetsuya Chiba, especialmente por Ashita no Joe, el clásico del boxeo. Lo describió como un impacto emocional fuerte: le sorprendió, le conmovió, le empujó a dibujar. Y remató con una idea casi cultural: en Japón, el manga es un entretenimiento tan integrado que “todo japonés” termina leyéndolo. En su caso, además, el dibujo se le daba bien y, con 6 o 7 años, ya tenía en la cabeza esa respuesta típica a la pregunta de “¿qué quieres ser de mayor?”: mangaka. Incluso lo planteó como algo al alcance de cualquiera que lo desee de verdad: si quieres, empiezas hoy.
Esa diferencia explica, según él, por qué en su obra hay tanta tendencia a colocar a los personajes en escenarios tensos, ásperos, exigentes. Porque ahí, precisamente, es donde el “cómo” se vuelve interesante. Toda ficción necesita un conflicto, sí, pero lo que hace que una historia merezca la pena es observar el modo en que alguien lo atraviesa.
Y, aun así, admitió una excepción importante: Jumbo Max. Ahí la charla se puso interesante porque entró el tema editorial. Explicó que, en muchos casos, cuando se pacta una nueva serie, se tiende a pedir un héroe o heroína “atractivos”, un protagonista con el que el lector pueda identificarse desde lo aspiracional. En Jumbo Max, en cambio, se abrió un camino nuevo: un protagonista claramente antihéroe, mayor, calvo, nada idealizado. Esa decisión, por sí sola, cambia el tipo de historia que puedes contar, el tipo de humor que puedes permitirte y el tipo de incomodidad que puedes explorar.
En la conversación se mencionó también, como apunte reciente, que Jumbo Max había sido nominada a un premio importante, reforzando la idea de que esa “excepción” no solo se nota: también se reconoce.
Hizo humor, sí. Se rió de la “tontería” de esa etapa y habló de esa clase de adolescentes como chavales que no tienen mejor idea que fastidiar al vecindario. Pero también dejó un matiz muy real: a los 16 años hay rabia, hay necesidad de salida, y esa salida puede ser el rock, el surf, cualquier cosa… o una moto trucada y un grupo con el que sentirte invencible. Lo dijo tal cual: lo que más le gustó en su vida fue tener 16 años. Fue divertido. Se creía invencible. Y, al mismo tiempo, era consciente de que no llevaba a nada.
Lo potente llegó cuando explicó por qué tardó tanto en contar esa experiencia. Ser Bōsōzoku tenía mala imagen y él lo mantuvo en secreto durante años. Hasta que un día, tras reencontrarse con un viejo compañero y revivir “batallitas”, vio en sus ojos un brillo distinto: ya no era solo tristeza, también era recuerdo, era algo que necesitaba salir. Y ahí aparece Detonation Island como una forma de expresión y, casi, de terapia.
El punto más duro fue el de las muertes. Habló de dos amigos que murieron y de cómo, cuando decidió contar esa historia, escribió y recitó todo lo que recordaba de aquel día: el tiempo, el aire, la luz. Subrayó que las escenas que dibuja no son una invención dramática: son imágenes grabadas, cosas que, según él, no puedes representar igual si no las has visto. Y lo convirtió en homenaje: a los que se fueron, a los que quedan, a ese grupo que formó parte de su vida. Aquí, por un momento, se apagó el chiste y apareció el autor que mira a la oscuridad sin apartar la vista.
Lo más interesante, sin embargo, fue cómo describió su técnica de tramas y sombreados: tinta diluida, plástico transparente, mesa de luz, pincel y azar. Le encanta el componente imprevisible, las gotas, los derrames, incluso los errores que manchan donde “no toca”. Lo comparó con una jam session: tocar en directo, donde cada ejecución es distinta. Esa imperfección, para él, mantiene vivo el proceso.
Y aquí conectó con el sistema editorial: la velocidad es brutal. Lo que sale de su mesa puede estar en librería en apenas un par de semanas. Buscar la perfección absoluta es imposible. El mangaka tiene que aprender un margen de tolerancia o se rompe. La presión mental es el verdadero filtro entre quien aguanta y quien no.
Su consejo final, casi como un mantra, fue inesperadamente tierno: dormirlo. Que el problema no pase a la mañana siguiente. Cada mañana es un nuevo día.
También dejó claro algo que conviene decir en voz alta: su manga no es para niños. No pretende serlo. Y, aun así, ese matiz de “energía” evita que su obra sea una pose de oscuridad: no es “mira qué siniestro soy”, es “mira cuánta fuerza hay dentro de la gente cuando la aprietas”.
Aquí remarcó un mensaje central: cada guitarra tiene valor, sea vintage o contemporánea, cara o barata. Lo importante no es la marca ni el precio. Lo importante es la persona que la toca. Si el lector cambia su percepción y deja de medir el valor por la etiqueta, Takahashi sentiría que la obra ha cumplido.
Pero, más allá de la broma, quiso dejar claro el enfoque: no pretendía hacer una historia “química” ni un manual sobre nada. Su interés estaba en el amor, las relaciones humanas y el respeto. Y subrayó algo importante: no es una obra que diga que el sexo sea necesario para ser feliz, ni una obra que predique lo contrario como consigna. Es, más bien, un terreno incómodo donde los personajes se retratan a sí mismos, con humor, con fragilidad y con una humanidad que no queda bonita en un eslogan.
Al final, esa mezcla define la rueda de prensa: un autor que puede hacerte reír con un chiste de “pastillita” y, dos minutos después, hablarte de la muerte de dos amigos con un silencio que pesa. Takahashi es así: energía, sombra y una honestidad que no pide permiso.
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