Reseña de Kiokuya: El ladrón de recuerdos — Cuando el olvido se convierte en deseo

En un mercado saturado de historias rápidas y estereotipadas, Kiokuya: El ladrón de recuerdos, publicado por Editorial Moztros, sorprende por su tono reflexivo, su estructura autoconclusiva y su inquietante premisa. 

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Basado en la novela homónima de Kyoya Origami —abogado y escritor japonés conocido por su habilidad para combinar suspense y dilemas morales— y con un dibujo sobrio y expresivo de Nachiyo Murayama, este tomo único de 354 páginas en blanco y negro (formato 13×18 cm, 14,90 €) es una de esas lecturas que invitan a detenerse, no tanto para descubrir quién es el monstruo, sino para cuestionar qué significa ser humano cuando nuestros recuerdos comienzan a desvanecerse.

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La historia sigue a Ryoichi, un estudiante universitario fascinado por las leyendas urbanas y los mecanismos de su propagación. Su interés académico se convierte en obsesión cuando empieza a notar que personas cercanas pierden recuerdos importantes sin explicación. En medio de esa niebla de olvido colectivo aparece una figura enigmática: el Kiokuya, una entidad o quizá una persona capaz de borrar los recuerdos dolorosos de quienes lo buscan. ¿Es un monstruo, un espíritu benevolente o simplemente una metáfora del deseo humano de olvidar? Esa ambigüedad se mantiene hasta el final, alimentando un suspense que no necesita sangre ni sustos para resultar perturbador.

Desde sus primeras páginas, el manga plantea una paradoja moral poderosa: si tuvieras la oportunidad de borrar un recuerdo que te atormenta, ¿lo harías? La tentación de escapar del dolor es profundamente humana, y Kyoya Origami la explora sin caer en sentimentalismos. Ryoichi, el protagonista, se resiste a la idea de que olvidar sea una solución, y en su investigación va descubriendo que los recuerdos —incluso los más terribles— son la base de nuestra identidad. El guion sugiere que lo que somos no se define por lo que recordamos, sino por lo que decidimos no olvidar.

Cada encuentro con quienes han perdido la memoria abre un capítulo distinto en esta reflexión: una estudiante que ha olvidado a su mejor amiga, un anciano que ya no recuerda a su esposa fallecida, un niño que ha borrado el rostro de su madre. En todos los casos hay un mismo patrón: el alivio inicial se transforma pronto en vacío. Lo que parecía una liberación se convierte en desarraigo. Sin memoria no hay culpa, pero tampoco hay identidad. Esta sucesión de historias breves dentro de la trama principal da al manga un tono casi antológico, donde cada caso actúa como espejo de un aspecto distinto del olvido humano.

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A nivel narrativo, el manga combina misterio psicológico con drama existencial. No hay violencia explícita ni escenas de horror clásico, pero sí una sensación constante de pérdida y desorientación. El guion, aunque sencillo en apariencia, está lleno de capas: reflexiona sobre el poder de la memoria colectiva, sobre cómo las redes sociales pueden propagar leyendas urbanas como si fueran virus mentales, y sobre cómo la necesidad de olvidar también puede convertirse en un tipo de adicción. En un mundo saturado de información, donde todo se comparte y se borra con la misma rapidez, Kiokuya funciona como una alegoría del olvido moderno.

La traducción al castellano de Ezequiel Minsburg mantiene el tono introspectivo y poético del original, respetando las pausas, los silencios y los matices emocionales. La edición de Moztros es limpia, cuidada y sin extras innecesarios, aunque incluye una nota final del autor que se integra naturalmente en la obra y refuerza su mensaje sobre la fragilidad de la memoria.

Sin necesidad de sustos ni de artificios, Kiokuya: El ladrón de recuerdos logra algo poco común: perturbar desde la empatía. No hay un villano visible ni una amenaza externa; lo que aterra es la posibilidad de que la pérdida de memoria no sea castigo, sino elección. Kyoya Origami nos recuerda que la memoria —individual o colectiva— es el hilo invisible que mantiene unida nuestra humanidad, y que borrarlo, aunque alivie, también nos despoja de aquello que nos define.

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El dibujo de Nachiyo Murayama acompaña perfectamente esta atmósfera. A primera vista, su estilo parece convencional dentro del manga contemporáneo, pero su fuerza está en los silencios y los rostros: los ojos perdidos de quienes han olvidado, las sombras que invaden las habitaciones donde la memoria se desvanece, los detalles sutiles que transmiten angustia más que cualquier monstruo visible. Las composiciones juegan con los espacios vacíos, los encuadres cerrados y la expresividad del trazo para subrayar la soledad de los personajes. Hay viñetas que duelen por su realismo, donde lo sobrenatural se disuelve en lo cotidiano con una naturalidad inquietante.

En definitiva, Kiokuya: El ladrón de recuerdos es un manga inteligente, emotivo y profundamente humano, ideal para quienes buscan una lectura autoconclusiva que mezcle misterio, drama y filosofía sin recurrir a clichés. Una obra que deja una pregunta resonando mucho después de cerrar el tomo: si pudieras olvidar tu dolor, ¿seguirías siendo tú?